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Popeye tenía razón

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Popeye cumplió el pasado 16 de enero 82 años. Ese es el tiempo que la ciencia ha necesitado para confirmar lo que los niños de todo el mundo saben desde hace varias generaciones gracias a él. Su fuerza, la potencia de esos brazos con que siempre ha defendido a su querida Olivia de las garras de Brutus, se debe a la cantidad de espinacas que ha comido siempre. El refrendo oficial ha llegado desde el Instituto Karolinska de Estocolmo, autor de un estudio que se ha publicado en la reputada revista científica ‘Cell Metabolism’.

«Popeye tenía razón». Lo dijo ayer el científico sueco Eddie Weitzberg para explicar de una manera gráfica el alcance de la investigación que ha dirigido en los últimos años y que ha permitido confirmar que el consumo diario de 300 gramos de espinacas reduce en un 5% el consumo de oxígeno necesario para el buen funcionamiento de los músculos cuando se hace ejercicio. El secreto de la fórmula no está, sin embargo, en el hierro que tradicionalmente -y erróneamente- se atribuyó a esta verdura, sino en los nitratos, que sí tiene muchos. «Es como si pusiéramos combustible en los músculos. Las espinacas hacen que funcionen con mucha más suavidad y eficacia».

La de Popeye es la historia de una confusión, una equivocación que explica por qué Weitzberg aludió ayer en su presentación al marino tuerto más conocido por los niños. Según se cuenta, en 1890 un investigador estadounidense experto en nutrición, J. Farrar, publicó un influyente trabajo sobre las bondades de las espinacas. Atribuyen a su pobre secretaria la transcripción del número 30 en lugar de un 3 en la casilla donde debían figurar los miligramos de hierro que contenía la hortaliza. Así nació la leyenda.

Hábitos alimentarios

Años después, un grupo alemán descubrió el error, pero ya era demasiado tarde para Popeye. Sus creadores, que querían fomentar buenos hábitos alimentarios entre la población infantil, podían haberle dibujado como un devorador de lentejas, berenjenas o alubias, que son mucho más ricas en hierro. Pero los científicos no llegaron a tiempo y millones de niños crecieron -crecimos- convencidos de que o tomábamos espinacas o no seríamos tan fuertes como él.

El tiempo, con el concurso de la ciencia, ha ido tumbando mil y una creencias populares tan extendidas como falsas: que es bueno dar un vasito de vino dulce a los niños en las comidas, que los conservantes son cancerígenos, que la sal y el agua engordan y las fibras, en cambio, adelgazan… En fin, la lista es larga y en ocasiones también ridícula.

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